martes, 14 de julio de 2009

Sarto

SARTO (aparecido en Narrativas Nº8, dic. de 2007)

Dobló la esquina de vuelta del gimnasio y allí estaba. Inconscientemente esperaba verlo, se dio cuenta apenas lo vio. Al auto. Esta vez era un bm. Con los vidrios oscuros como todos los otros. Y ese hombre. Eran tres hasta ahora, los autos: el rover, el audi y ahora este. Que estaba allí. Y a esa hora de la noche los vidrios semiopacos eran la negrura total. Ella siempre se decía ese hombre, no le cabía que fuera mujer. Y no se preguntó porqué. Estaba allí, y no le temía. No temía a los autos caros. Podría haber ido al gimnasio en su coche propio desde que apareció el mirón de los autos caros. Pero no le temía y no iba a cambiar su gusto de caminar esas pocas cuadras y descomprimir el ruido de la música rítmica, la cháchara de las mujeres y la tensión de sus músculos cargados de ácido láctico, listos para el calambre. No se quedaba al estiramiento. Era el momento del chisme y no quería contar nada ni que le contasen nada tampoco. Pasados los cuarenta y con un rendimiento parejo al de las de veinte, no hallaba tema con esas y con las de su edad menos. Todo era maridos-hijos-colegios- pechos enfermos. Nada de eso le interesaba. El marido estaba a buen resguardo en el nicho de su trabajo siempre frotándose con el poder y obteniendo ventajas, el hijo bien lejos estudiando para su futuro y los análisis de rutina eran para Malala sólo una superstición que duraba la semana de buscar los resultados y la tranquilidad subsiguiente. La buena salud era para ella algo que la vida le debía. Y punto.
Las cuadras de oscuridad pasando por las grandes casas acomodadas de su barrio eran un bálsamo. Después la ducha, el whisky en su exacta medida de calorías. Y después… dependía del programa. Por ahora era fantasear con el hombre del coche. Es verdad que las primeras veces cambió el recorrido una manzana. Sólo para confirmar. Y allí estaba. También fue a la puerta del gimnasio fuera de su horario y por supuesto no estaba. Dedujo que la observaba, que era ella el motivo de su presencia. Hacía un año ya que la caseta de seguridad no estaba más. El guardia, amigo de todos, y fiel como un perro, se transformó una noche en gato traicionero y entregó horarios y datos ciertos sobre sumas tentadoras en lo de un vecino. El barrio en pleno, acalorado de indignación prescindió de corruptibles humanos e instaló cada cual como quiso las alarmas más modernas y completas. El marido de Mariela se conformó con un equipo estándar, una consola fácil de manejar y un par de cámaras bien ubicadas. De modo que el coche fantasma estaba sólo, a esa hora del atardecer, casi invierno. ¿Qué podía por otra parte robarle? El bolso de lona inflado de prendas caras no era botín para él. No llevaba ni siquiera el celular, porque tenía una particular filosofía para su uso. Llamaba cuando quería hacerlo. No lo tenía para que la llamaran. De modo que lo escondía en la casa, por precaución excesiva, ya que solía borrar los mensajes apenas leídos y su agenda estaba vacía. Tenía una gran memoria, de la que nunca hacía alarde. En algún momento se le ocurrió que el coche cuidaba o esperaba a alguien de la cuadra y todo era una gran casualidad. Si hubiera sido en algún modo peligroso, algún comedido o comedida –pensaba en mucamas que siempre sacan la peor parte en los robos- habría llamado al patrullero que rondaba por propinas las cuadras periféricas del recinto de pocas manzanas donde vivía. También se le cruzó lo peor, un killer, acechando la llegada de un mafioso-funcionario-abogado- político de por ahí. Pero las pruebas la señalaban a ella. Y se moría de ganas de verle la cara al sujeto. Le estaba haciendo falta un poco de acción, de toco y me voy, de aventura loca y vuelta a la tierra a vivir del recuerdo. Porque el último recuerdo de aventura loca ya se estaba desvaneciendo y no había pasado de ser un adulterio vulgar, fugaz y placentero, sí, con el recién casado con la sobrina de su marido, en la fiesta de la boda, Club Náutico, yate anclado del embajador de Chile, frigobar completo, polvos a lo largo de toda la fiesta que duró sus buenas ocho horas. Sexo express lleno de peligro, excitación producto más del riesgo que de los cuerpos, bello el de él, bello el de ella, la tía caliente que por gestos ambiguos lo fue llevando a la noche abierta, al muelle, a la cerradura fácil. ¿Cuánto hacía ya de eso? Meses y meses.

El hombre del bm bajó cuando ya la mirada de ella venía clavada en el parabrisas negro, lugar del conductor, desde la esquina. Algo de su actitud se llevó el alma de Malala como un viento delicioso, de playa en verano refresco del ardor del sol. Casi joven, elástico, despeinadas sus mechas entrecanas, saco y camisa abierta, hacia ella con la seguridad de ser bien recibido, como un espot de relojes caros o de ese mismo auto. Apenas un gesto de invitación y Malala, como una niña laucha al sonido de la flauta siguió los mínimos gestos del hombre. Con voz de susurro, profunda a pesar de la semisonrisa, le indicó la puerta trasera, se presentó: Juan Sarto, y al oído “mejor acá”.


Deliciosa sensación de saciedad… Un poco de luz por esa ventana con espesas cortinas… Un mareo de ojos que ponía el mundo en remolino y pintaba de colores irreales el entorno. Cerró los ojos. Es algo que tomé o aspiré o me clavé. Movió los pies en el fondo de la cama. Las sábanas eran ásperas pero frías y estaba desnuda. ¿Total o parcialmente? Movió el cuerpo y un concierto de dolores, suaves pero repartidos en toda su superficie, especialmente la de sus sexos, la fue despertando. Los tendones de sus ingles dolían como si la hubiesen partido Y la calesita en el cráneo seguía. Los dolores no eran nada o mejor dicho eran algo bueno y un mar espeso entre las piernas, charco enfriado bajo las nalgas le informó que el trajín había sido de aquellos. Recordar… por el momento no podía. El efecto de lo que fuera duraba y sólo la percepción de sus fronteras de piel y nervios, la ventana y la sinestesia cama le llegaban con cierta claridad al entendimiento. Se propuso esperar algo más de tono muscular para comenzar a desperezarse como ella sabía, prolongación del placer en la bajamar del orgasmo. De los orgasmos. En plural, apostaba, apenas la memoria le devolviera la película de esa noche fantástica. Algo en las entrañas, un ardor en la línea del tajo a la raya, inflamación al rojo ¿desgarros?, le reveló que había acabado como las diosas. Pero recordar… no recordaba. Un exceso que se ocuparía de solucionar para la próxima. La sonrisa de Sarto, el mechón entrecano y la sonrisa joven inclinados sobre ella se representó con delicia. El empujón en la oscuridad que la arrojó a esa cama volvía lentamente a la memoria de su cuerpo. Mezcla de brusquedad, dominio y sometimiento a sus favores, mímica de resistencia, huída falsa de espaldas sobre la cama fugando de la tenaza en sus pies. Empiezo a recordar. Y deseó detener el flujo de memoria, volverlo moroso, para vivir los ápices de placer con lentitud. Los recuerdos… la sostenían en la vida gris de su matrimonio, en la vida dulce de su matrimonio, en la amistad con su esposo que sólo la buscaba cuando le era absolutamente imprescindible. Después que ella entre lágrimas de vergüenza le confesara que era frígida, que en los tres años que llevaban de acostarse juntos había fingido para complacerlo, él había quedado dolido, apenado. Y –santo- para nada enojado, quizá atribuyéndose la culpa de no hacerla gozar. La instó a consultar especialistas, pero ella se negó aduciendo pudor, convenciéndolo de que para ella el sexo era amistad y caricia para él, que su educación rígida y su madre avinagrada eran la causa y que los años de psicoanálisis serían eternos para sacarse todo eso de encima. Lo convenció de que era feliz así, se aniñó para él y sobre todo lo desanimó sugiriendo que ambos tendrían que hacer la consulta con el sexólogo. Los diez años más de él, su orgullo viril, lo callaron para siempre. Su sexo era triste, pero amigable, sin exigencias, y últimamente por fortuna se había vuelto veloz, lo que acortaba el trance a medida de las molestias de Mariela, que podía conservar la sonrisa por ese ratito.

Trató de incorporarse apoyando los codos pero el mareo se le hizo náusea y se asustó. Se tapó la cara –la boca- con la colcha de colores, algo áspera, tejido étnico del Once, y olió vómito. No de ahora, claro, de anoche. Bueno, exclamó su mente extraviada, parece que fue completo y yendo a otras zonas de su cuerpo descubrió que su vejiga estaba tranquila… hummm, eso indica que fui al baño o me despreocupé. Los orgasmos líquidos eran su especialidad, cuando se desenfrenaba. De todos modos, pasada la reliquia de náusea, la cabeza le permitió horizontalizar la mirada alrededor, más acá del cielorraso desprolijo. De paso pensó “me trajo a un lugar bastante bajo, grasa”, pero ella no solía ponerse exigente, sabía ponderar los beneficios y en el fondo lo canalla era un ingrediente apetecible. La mugre sí la preocupaba, pero su doctora, bah, su amiga Alicia, médica, la preservaba inmediatamente después de que ella contara con lujo de detalle su andanza. Y después de la complicidad y la risa venía la receta o el consejo de prevención. Precisamente la humedad pastosa de sus partes bajas la preocupó, porque en un rincón del cuarto, como extrañando un tacho de basura alcanzó a ver un puñado de preservativos usados. Eso le desagradó, por lo general ella se imponía y seguía el consejo de su amiga “Nunca. ¿Me entendés?, nunca”. Seguramente habían discutido con Sarto sobre eso, ella habría desplegado el jueguito protector y después las sustancias la habrían vuelto suicida. Frunció el ceño. Se preocupó y encima la cabeza erguida aulló de dolor, sienes, casco, nuca, quijada, todo era un agudo sufrimiento. Se tiró sobre la almohada y al acomodarla sus brazos desnudos le mostraron marcas violetas, púrpura y un arrastre de sangre seca. ¡Ay! En un principio se había rebelado contra la maldad del cuerpo que se venga de los excesos a la mañana siguiente, pero con el tiempo fue desarrollando la paciencia necesaria para aguantar las resacas, más feroces cuanto más intensa había sido la partusa. Pero quería acordarse. Por lo menos del rato previo a los estímulos más fuertes. Sabía que la amnesia posterior abarcaba zonas amplias y que hacía falta un ayuno monacal para recuperar el cuadro completo.

Entonces se abrió la puerta. Entró un morocho, bajo, bastante joven, mas joven que ella en todo caso. Se llevó la colcha al mentón. Su mente funcionaba al menos, porque se sorprendió pensando que debía tomar la delantera en su conversación con el sujeto. ¿Dónde está Sarto? Procurando que su voz sonara segura y suficientemente alta. ¿El jefe? Para que lo querés? ¿no te bastó lo de anoche?
¿Y usted qué sabe? El hombre miró los forros tirados –Uno de esos es mío, porque después la seguimos en pelo, decidimos que estabas bien sana- carcajada amplia- ahora… nosotros, no sé, yo vengo zafando. Pero los guachos esos que acaban de salir, no sé… yo que vos, me hago desinfectar… si el jefe te larga. El boludo de tu marido pagó, pero… vos viste las caras ¿vistes?
Malala entrecerró los ojos. A toda velocidad procesaba lo que iba largando el morocho y cómo se iba acercando. Había puesto una rodilla sobre la cama, lo sentía en la fuerza que tironeaba la colcha de su mentón. –No me acuerdo de nada…- admitió y sonó tan sincera como que decía la pura verdad. Pero él interpretó una entrega o una seducción “perra fina reputa”, y tiró del cubrecama en cuatro patas hacia ella.
Entonces el primero.
De los estampidos.
Un resorte llevó las cabezas hacia la ventana.
El morocho se largó dejando la puerta entreabierta –nunca había tenido llave- Ella pudo verlo por la ventana cruzando el patio interior a través de la cortina y los estruendos arreciando la sacaron de la cama. En su cerebro, pantalla en reposo, rebotaban dos banners que decían tu marido pagó y si te dejan salir. Se envolvió en la colcha y se acercó despacio a la ventana. Nada. Los tiros seguían atrás de otra edificación ¿la casa principal? ¿sobre la calle? Sólo veía un gran patio de cemento descascarado, unos trozos de chatarra de automóviles. Con claridad vio que estaba en una construcción precaria, la puerta abierta, pero no había ni una sola de sus prendas a la vista. Una botella de aguardiente vacía estaba no lejos de la reserva de semen que agonizaba en sus plásticos. Voces de megáfono se sobreponían ahora a los disparos, que empezaban a ralear. Una esperanza de sobrevivir nadaba en una bruma en la conciencia de Mariela, que insistía en recordar. Sabía que debía concentrarse en salir de allí, dicho esto de un modo abarcativo. Incluía una historia para Osvaldo… si es que volvía a verlo… ¡qué ternura le dedicó a modo de aletazo! Abrazarlo, actuar su callar sufrimientos atroces, merecer sus compensaciones. ¡Con tal de recordar! De recuperar esas horas salvajes… Como siempre, lo quería todo. Porque estaba a punto de perderlo todo. Subir al coche de Sarto, no denunciar el acecho, el honor de su físico hecho trizas en una noche de violaciones múltiples, adeenes para entretenerse y contabilizar los coitos en un cuerpo blando, uñas sin restos de lucha… Se arrebujó en la cobija con un estremecimiento de emoción. ¿Volar en parapente? ¿bautizarse con todos los juguetes de volar, como sus aburridas amigas? Esta caída libre la embriagaba más que todas las sustancias que permanecían en su sangre a merced de los laboratorios que vendrían.

Entonces se hizo el silencio, vio pasar de prisa esos policías que llaman brigadas por el patio y hacia los techos vecinos y por la puerta de la casa de adelante una pequeña comitiva encabezada por un oficial alto, moreno, emanando autoridad, pistola en mano, un par de subordinados de civil y sí, Osvaldo detrás, con un maletín en las manos, cruzado sobre el pecho, a modo de escudo. Su expresión era conmovedora, su palidez, el temblor de su labio. Su altura era nada al lado del oficial. Todos movían el cuello de izquierda a derecha y vuelta otra vez como esperando emboscados. No los había. Malala entonces decidió salir a escena. Ya tenía una intuición sobre cómo tomar esta brasa ardiente que convocaría todas las miradas sobre ella. Afortunadamente, ninguno de los hombres que veía llevaba cámara de ninguna especie. “Grande, Osvald” fue su primera gratitud. Salió del cuarto habiendo antes envuelto majestuosamente su cuerpo desnudo y marcado con la colcha étnica, rugosa y sucia pero apropiada para el set que tenía delante. Tiró con fuerza la cabeza hacia abajo para que su melena se esponjara después de tanto sudor y cama. Descalza, -no le quedaba alternativa, pero le pareció delicado y patético- salió a la vista del grupo. Osvaldo, cobarde, se quedó atrás. El oficial la tomó de los hombros, la miró a los ojos y con voz profunda y tan cálida le pregunto si estaba bien. Ella asintió en silencio, quedándose en sus brazos y bajando la cabeza. Ya pasó todo, señora, todo está bien, y mirando a Osvaldo hasta la plata tenemos. Malala no pudo, aunque en un segundo plano de conciencia se reprochó la locura, dejar de preguntar ¿y el jefe? No hubo respuesta, el alto la pasó a los brazos de Osvaldo, que la estrangularon con amor inmenso. ¡Qué miedo de perderte! Los ojos de ambos se llenaron de lágrimas. Pero el oficial estaba irritado por la pregunta de Mariela –el jefe había huido- y con dejo impersonal los interrumpió: La ambulancia está llegando, señora, irá al hospital para las pericias médicas, y para su tranquilidad. Entonces Osvaldo la apretó más aún y con su voz más empresarial cortó toda réplica no más sufrimiento para ella, pobrecita, ya bastante mal lo pasó. Ahora va derechito a ver a su médica particular, que la está esperando, si es necesario le redactará un informe detallado de lo que usted necesite… pero no, señor, de ninguna manera.” Mariela no lo podía creer, Alicia la esperaba, no hubiera podido ocurrírsele algo mejor. Escribirían juntas el informe, con pelos y señales para el buen mozo y ella se lo llevaría personalmente. Compartiría con su amiga la mejor versión de los hechos, recordando esa noche de locura y pensando en Sarto, libre y al acecho.